Los muertos


Fotografía de Sebastián Salgado

Dicen que los elefantes lloran a sus muertos. Los velan. Los acompañan, se quedan allí donde el cuerpo se funde hasta los huesos. Dan vueltas lentamente, se agachan, tocan con su trompa apenada, parece que llorasen –lloran- como lo haces tú por tu muerto ante su cuerpo, su tumba. El dolor por la muerte. El duelo.

En este país de caudillos, de tatas como montañas, de padres de la Patria que lideran el ritual del mono mayor y guían con su ejemplo, estamos jodidos. Porque esos caudillos que ya no distinguen dónde acaba su piel y comienza el Estado, esos que arengan masas y agitan a sus huestes, respetan poco la vida y no se sabe si respetan a los muertos. Y entonces la vida vale madres, no vale. Y si no se respeta la vida, no se respeta a los muertos (Marcelo, tus huesos dónde estarán, las lágrimas de los tuyos buscan ese suelo para regar).

¿Cuándo, en qué momento se habrá olvidado Evo-mono-Estado de sus compañeros muertos a golpes, a bala, a fuego ardiendo en el infierno, con el rostro estallado por el cazabobo de la erradicación? ¿En qué momento se habrá olvidado que cuando el narco era narco pero no tanto, cuando todavía se peleaba por la vida con la coca como bandera y la peste blanca era cosa de muchos pero no de todos, tropas de soldados entrenados por los gringos entraban a patadas a sus casas fusil en mano, sapos y culebras por la boca, y los tiraban al piso a golpes, las wawas chillando a media noche?

¿Con qué golpe sucedió la amnesia?

Dicen que ese Estado desgranado en hombres uniformados no tuvo pena de arrojar gases lacrimógenos allí donde se lloraba a un muerto. Dicen que un niño llamado Ernesto Fidel murió y su padre no preguntó demasiado. Dicen que luego de la angustia, la gente enmudeció de miedo y murió de calladita asfixiada en la Alcaldía de El Alto mientras afuera los gritos estremecían las montañas, confundidos entre los vándalos asesinos, esos que más temprano conversaban con el viceministro de turno. Dicen que la madre de Michael Dwyer, muerto en el hotel Las Américas acusado de terrorismo, viajó hasta Brasil para hacer al fiscal Sosa una sola pregunta: “¿mi hijo fue ejecutado?” y éste le dijo “no sólo su hijo”.

Dicen que Analí Huaycho sabía y por eso acabó muerta con 15 puñaladas en el cuerpo que venían de antes, de esa maldita costumbre de ultrajar el cuerpo ajeno desde ese lugar en que se instala aquél que a falta de todo se aferra al poder como las garrapatas al perro que les da de comer. Dicen que la madre de Miguel Mamani, que con su silla de ruedas golpeaba y golpeaba con la fuerza de un toro el cerco policial de la plaza Murillo, averiguó resignada, apenada, cansada de tanta pobreza cómo podía lograr que un médico lo hiciera dormir para siempre de una buena vez, y que precisamente por eso, con más ganas Miguel llegó hasta La Paz a pelear la batalla de los discas con esperanza. Luego de tres meses de humillación, con una sola lágrima de impotencia Miguel desandó su camino sin nada que perder. ¿Cuál podría ser su límite si desahuciado por los suyos apostó por el Estado y acabó “disfrazado” de basura como metáfora del cuerpo inservible y ni así fue suficiente? Y conste que Miguel Mamani peleó como toro, ya dije, montado sobre dos ruedas. Cusi, el ex magistrado, se apaga como vela chorreada escupiendo ese llanto amargo del ultraje que varios otros comparten.

Dicen que el Presidente duerme poco. Quizás por eso ni los sueños tengan tiempo de recordarle que algún día fue elefante.

@lamajabarata Página Siete 19 junio 2017

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